Autor: Fabrizio Casari

Con el 51,20 de los votos, Nicolás Maduro Moro, candidato del Polo Democrático, ganó las elecciones presidenciales en Venezuela y se confirmó al frente del país. La derecha, que veía juntos a conservadores y reaccionarios y que estaba representada por una figura con un pasado criminal y un presente opaco, obtuvo sin embargo un resultado significativo, producto de una cultura política anexionista históricamente presente en el país y de años de dificultades económicas causadas por el embargo occidental. Una victoria fundamental para Caracas, muy importante para toda América Latina y significativa para la escena internacional.

La participación en la votación del 59% de los electores habilitados explica bien la importancia de lo que está en juego y la total incompatibilidad de las propuestas sobre el terreno: es decir, por un lado la vía chavista y bolivariana del país, que garantiza su independencia y soberanía nacional, y por otro su reentrada en la órbita estadounidense, que dibuja su dependencia de Washington.

La victoria de Maduro aparece aún más importante debido a que en Venezuela tuvo lugar una competición electoral desigual. De un lado el PSUV y otras áreas de la izquierda y del otro la derecha apoyada por el Occidente Colectivo, que participó fuertemente en la contienda electoral. La continua injerencia de norteamericanos y españoles, con la consabida cola angustiosa de ex títeres latinoamericanos, fue la representación vacilante de un enfrentamiento político que fue y sigue siendo muy grave. Un choque entre hipótesis opuestas que ahora, con las urnas cerradas y las cuentas hechas, deja algunas consideraciones y algunas lecciones sobre el terreno.

La primera es para el pueblo bolivariano, que a través de décadas de tenaz resistencia ha demostrado al mundo cómo se puede resistir y vencer a la mayor potencia económica, política, militar y mediática del mundo. No hay líneas suficientes para detallar el robo continuado e ilimitado de activos venezolanos en el exterior, la incautación de empresas y recursos, depósitos y valores. No ha habido límite en la expresión de un bloqueo que no sólo ha impedido el acceso a los mercados internacionales tanto de importación como de exportación, sino que ha experimentado dimensiones de extraterritorialidad sólo plegadas ante la decisión de países no sometidos a las órdenes de la Casa Blanca. Para sostener este montaje mefistofélico, se ha desatado la insolencia de las acusaciones y la infamia de las mentiras con las que el odio a la soberanía popular se ha transformado en “presión democrática”. Es todo esto, la auténtica esencia de la política estadounidense hacia Venezuela, lo que se hizo añicos ayer, consumando otra derrota sufrida por otro enemigo en otro escenario.

La nueva derrota de Washington
La segunda lección es para los EE.UU. No cabe duda de que el impacto global de la votación venezolana en la región pone en serias dificultades los objetivos de Estados Unidos produciéndose una nueva derrota del imperio al sur de sus fronteras. Una derrota que, sin embargo, tanto por razones circunstanciales como prospectivas, adquiere un valor muy fuerte. En efecto, en Venezuela estaba en juego una parte fundamental del plan de reconquista de toda América Latina. Evocado por la general Laura Richardson, jefa del Comando Sur de las Fuerzas Armadas de EEUU y procónsul estadounidense en Ecuador, Perú, Argentina y Chile, ha salido a la luz en los últimos días un hipotético Plan Marshall para América Latina, que supuestamente estaría estudiando la Casa Blanca. Pero, interpretando la lógica histórica del modelo, es evidente que el Plan Marshall es una forma descriptiva edulcorada de un plan de reconquista del subcontinente.

No debe parecer extraño que sea un general del ejército estadounidense quien dicte la línea de actuación del imperio; si acaso, es lo único coherente y creíble de todo el plan. Que no nace de la intención de contribuir a la lucha contra la pobreza sino, si acaso, de querer limitar las políticas sociales que la reducen. El propósito mayor es intervenir directamente en las economías latinoamericanas y devolverlas a la esfera de influencia de Washington. Tras la toma de facto de Ecuador, arrastrado por la fuerza a la bandera con barras y estrellas, la conquista por delegación de Argentina, la aquiescencia de Perú y la alianza sustancial de Chile, la victoria en Venezuela habría significado un panorama general del continente tal que permitiría a EEUU volver con fuerza a acaparar recursos y mercados que, sin duda, ya no son de su exclusiva competencia. Ello por el peso económico de uno de los mayores yacimientos de petróleo, agua, minerales y biosfera de valor estratégico del mundo, así como por su condición política de país líder en el proceso de emancipación, transformación y liberación latinoamericana.

El siguiente objetivo hubiera sido Bolivia (sobre la que ya se han realizado ensayos generales para la subversión golpista) y luego Nicaragua y Cuba, pensando así en cerrar con el ALBA y llenarse de esas tierras raras y esos productos agrícolas y energéticos que el gigante lisiado necesita desesperadamente para tratar de sostener la confrontación con China y los demás países enemigos del imperio poniendo otra vez sus garras en el “patio trasero”.

Lo cierto es que Estados Unidos está seriamente angustiado por el creciente papel de China y otros países como Rusia e Irán en América Latina. Además de representar una salida clave para la Nueva Ruta de la Seda, la presencia de Pekín y su disposición a intervenir financieramente en apoyo de los países agredidos por EEUU, convierten las sanciones estadounidenses y europeas en un gesto histérico con peores consecuencias para quienes las emiten que para quienes las sufren.

El propio Pekín, en caso de una victoria de la derecha, habría sido el principal objeto de una ruptura política y comercial, como ya ha ocurrido con Argentina. Y está igualmente claro que se habría retirado la solicitud venezolana de adhesión a los BRICS, se habría resuelto la crisis del ALCA y se habría roto limpiamente con Nicaragua, Cuba e incluso el Honduras de Xiomara. Así, en el caso de que la derecha reaccionaria impulsada por el golpe se hubiera impuesto, todo el continente se habría visto afectado, tanto en el panorama general como en la dimensión internacional.

Por esta razón, así como por una indecorosa costumbre, una especie de reflejo pavloviano, Estados Unidos intentó hasta el último momento socavar el proceso electoral, tratando por todos los medios de evitar un revés político a sus ambiciones de reconquista. Examinando en detalle los movimientos de la oposición, se puede ver cómo fueron literalmente en aplicación de los procedimientos estadounidenses implementados en procesos electorales en los que saben que no pueden ganar porque no tienen el voto popular.

El mismo guion de siempre
De hecho, el guion utilizado, como en Nicaragua en 2018 y Venezuela en años anteriores, indica una dirección y producción inequívocas. El primer paso consiste en la presentación de candidatos inelegibles según la Constitución y de partidos surgidos de la nada que carecen de los requisitos exigidos por la normativa electoral vigente. A la evidente oposición del CNE se lanza la acusación de represión y de elecciones que serían ilegítimas porque no permitirían la participación de la oposición, sin por ello decir que acciones descaradamente ilegales nunca pueden ser aceptadas, mucho menos en una contienda electoral.

El segundo paso implica el uso de actos de violencia que se describen en la actividad mediática colateral como protestas contra la exclusión de la oposición. La respuesta del aparato de seguridad a la violencia vuelve a ser calificada por la corriente dominante como la represión de la que sería víctima la oposición.
Si no se consigue la suspensión del proceso electoral, se pasa al tercer paso, que implica declaraciones que cuestionan la aceptación del resultado de las elecciones. Se intenta influir en el voto popular con la amenaza de nuevos actos de violencia e imponer la hipótesis del no reconocimiento del resultado electoral en el léxico político normal, como si se pudiera participar en unas elecciones y sólo reconocer el resultado en caso de victoria por rechazarlo en caso de derrota. Por último, circular encuestas falsas según las cuales la oposición se impondría. La intención es política y propagandística y sirve, sobre todo, para poder afirmar – una vez consumada la derrota – el fraude y las irregularidades y, por tanto, la ilegitimidad del resultado, con el fin de convertir una imposible victoria en un acontecimiento que haga época y una probable derrota en una evidente manifestación de abuso de poder por parte del gobierno.
Esto no impide la derrota, pero la invocación de un supuesto fraude puede erosionarla con manifestaciones violentas ya preparadas. Aunque esto no supone ninguna amenaza real para el gobierno (que no duerme ni es distraído) sirve para ejecutar el último paso del plan desestabilizador, proporcionando el elemento necesario para que Estados Unidos pueda declarar – aunque sin la menor credibilidad – que no reconoce el resultado de las elecciones. Le siguen inmediatamente los burros en la línea de fuego, es decir Canadá y algunos ridículos gobiernos del subcontinente, a los que se añadirán como solemnidades la OEA y la Unión Europea. El no reconocimiento permitirá de continuar con las sanciones, embargos y amenazas a Venezuela, retrocediendo así en cualquier promesa de flexibilización en caso de un proceso electoral transparente y justo, como fue el caso.

De este modo, el decadente imperio mantiene las manos libres, trabajando para mantener la desestabilización interna e internacional, utilizando a viejos y nuevos amigos y utilizando los enfrentamientos por la identidad territorial como herramientas para reintroducir, derrota tras derrota, la enésima idiotez que insisten en llamar política exterior.

Para la Casa Blanca, se dispara el Plan B: si de verdad no se puede ganar, que al menos no cambie nada, si se quiere que sigan lloviendo los fondos para contrarrestar a una amenaza que no existe. Luego, que las elecciones venezolanas resulten más participativas, más ordenadas y más creíbles que las estadounidenses será seguro culpa de los hackers de Moscú y Pekín. Tranquillos, vendrá la próxima derrota y la próxima intentona. Prosit.

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